jueves, noviembre 21Innovación Educativa para la Transformación Social
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Aprendizajes de la sociedad y de la educación para la próxima pandemia

El necesario retorno de los y las estudiantes a las instituciones educativas no ha estado desprovisto de la habitual polarización. Ahora cobra dos nuevas víctimas: el cuerpo docente y la educación a distancia.

 

En las recientes semanas un porcentaje importante de los estudiantes y de los docentes de todo el territorio nacional están retornando a las instituciones educativas de manera paulatina en el marco del esquema de retorno seguro, gradual y voluntario (Rsgv), empleado en muchos países.

Dicho retorno no ha estado desprovisto de la polarización que suele acompañar a la mayoría de las discusiones y decisiones actuales. Se identifica, por una parte, a docentes y a familias que han manifestado su resistencia a retornar a espacios que consideran que no cumplen con las condiciones del Rsgv, posición que basan en estudios epidemiológicos y sobre la caracterización de las sedes educativas.

Por otra parte, están quienes plantean la necesidad perentoria de retornar lo más pronto posible a las clases presenciales. Este es un grupo liderado por destacados académicos, dirigentes del sector educativo, políticos, empresarios y economistas, quienes se apoyan en documentos y estudios -sobre todo aportados por organismos internacionales como la Unicef y la OMS- que señalan que “esta pandemia y las medidas de contención sin precedentes, derivadas de ella, están afectando a todos los aspectos de la vida de los niños, niñas y adolescentes: su salud física, su desarrollo, sus posibilidades de aprendizaje, su comportamiento, la seguridad económica de sus familias y su protección frente a la violencia y el abuso”.

Si bien lo deseable es el retorno en condiciones adecuadas, lo que no se ha demostrado hasta el momento son los efectos “devastadores y el daño irreversible” en menores derivado del confinamiento. Tal como lo argumentan algunos de los mencionados expertos, esto solo podrá probarse con un estudio longitudinal que abarque un horizonte temporal que aún no ha ocurrido. En realidad, lo único irreversible es que el estudiante pierda a sus profesores, a sus padres, a sus abuelos o su propia vida.

En efecto, la misma OMS reclama por estudios rápidos a falta de información para caracterizar los efectos de la pandemia. Para esto ha aportado un protocolo y -según seis asociaciones de los campos de la psicología, la psiquiatría, la neuropsicología, tres de ellas especializadas en el niño y el adolescente- se concluye que existen numerosas recomendaciones, la mayoría de expertos, que no han sido contrastadas por estudios.

Por otro lado, no se ha demostrado que los efectos físicos y mentales no se puedan tratar en confinamiento ni tampoco que el solo hecho de asistir a la presencialidad va a disolver los efectos de las pérdidas de familiares o la agorafobia producidas por la pandemia.

Los impactos en niños y jóvenes son evidentes, pero hay que llamar la atención en que los vehementes argumentos en defensa del retorno a las instituciones educativas están cobrando dos víctimas muy importantes, de manera no muy bien justificada: el cuerpo docente y la mal llamada “educación virtual” (a la que preferimos referirnos como educación a distancia o remota asistida por tecnologías de la información y la comunicación).

Lo primero que se ha señalado en redes de interacción del sector educativo es que los profesores se oponen a que los niños regresen a las aulas, que no es cierto. La posición del magisterio es que el Gobierno Nacional y algunas administraciones locales han hecho caso omiso de las recomendaciones para el retorno a la presencialidad formuladas por la Unesco y los Centros de Prevención y Control de Enfermedades (CDC), y no han hecho la inversión suficiente para las adecuaciones necesarias. En muchos colegios no se cuenta con las condiciones de bioseguridad que les permita reducir los riesgos de contagio, enfermedad y muerte.

Uno de los argumentos que se han planteado en estos espacios es que el virus ha demostrado ser “benigno” con los niños. Una cosa sería afirmar que el virus no es tan letal en la población menor, es decir, en el grupo en el que se encuentran los estudiantes, pero en ningún caso es correcto asegurar que es benigno, pues al momento de hacer esa afirmación ya se contaban más de 150 menores entre los decesos por Covid. La gravedad de esta cifra trató de ser minimizada acudiendo al dato de que mueren muchos más niños por influenza que por Covid. Este giro interpretativo demuestra que los datos no son verdades absolutas sino que son como una cobija: al tapar una parte deja al descubierto otra.

Según el DANE, en su Informe sobre defunciones de enero 17, el mencionado dato es sólo parcialmente cierto para menores de 5 años, rango de edad en el que han muerto 101 menores por Covid y 127 por neumonía e influenza, pero, en el rango de edades comprendidas entre 5 a 19 la cifra de decesos por covid es de 129, la cual triplica la de muertes por neumonía e influenza que es de 47 casos.

Es decir, al plantear que en algunos casos mueren más menores por influenza que por Covid, se invisibiliza el “dato” que por causa del Covid han muerto en total 230 menores entre 0 y 19 años lo que representa un incremento del 132% con respecto a las muertes producidas por neumonía e influenza, las cuales suman 174 en el mismo rango.

Ese tipo de planteamientos basados en el dato son propios de los modelos teóricos, sobre todo en la economía. Para que funcionen deben “desaparecer” la porción de la realidad que no sea funcional a dicho modelo o partir del supuesto de que todas las variables se van a comportar como se predice. La típica tiranía del “ceteris paribus”.

En el caso que nos ocupa (los argumentos sobre el retorno a las instituciones), para que funcione el modelo en el que según los niños no son un vector de contagio y propagación de la epidemia, se tendrían que desaparecer otros elementos: los docentes, cuidadores, transportistas y administrativos que los atienden, que (en su mayoría) sí están dentro de ese grueso de la población entre los 20 y 59 años en el que se ubican el 75 por ciento de casos y la mayoría de decesos. Además, se tendría que desactivar la hipótesis de que los jóvenes que están en el segmento de la educación media y superior son importantes propagadores del contagio.

Una solución planteada por algunos notables es que los docentes mayores se pensionen y que se pasen al régimen contributivo ordinario de las EPS. La propuesta aparece como oportuna, sensata, aséptica y preocupada por la salud del magisterio, pero no deja ver el impacto negativo en la pérdida de conquistas de luchas sindicales y la salida de importantes líderes defensores de la educación pública -algo que sería muy deseable para el establecimiento- o de excelentes docentes que se encuentran en el rango de edad de mayores de 50. El recambio generacional y necesario debe ser consensuado y planificado.

El segundo grupo de argumentos fuertes al que se acude para promover el retorno a las instituciones educativas es el de la desacreditación de la educación a distancia, mediante afirmaciones lapidarias de que esta modalidad o metodología “no es verdadera educación”, que no puede ser de calidad o que no es un ámbito en el que se pueda garantizar el derecho a la educación.

Esto tampoco obedece a la realidad. Las herramientas, contenidos, plataformas y tutores son en muchos casos la única opción con que cuentan muchos niños, niñas y jóvenes para acceder a la educación para sustituir entornos escolares inseguros o para ser incluidos por su condición de artistas, discapacitados, enfermos o por tener otras condiciones especiales que les impide asistir de manera presencial a las aulas.

En un artículo de El Tiempo, el Profesor Wasserman, conocedor de la educación virtual, sugiere que puede ser buena alternativa bajo determinadas condiciones de calidad, según se infiere de sus columnas. Afirma, sin embargo, que “pararse frente a una cámara y recitar, y luego pedir a los niños que muestren una tarea no es algo riguroso”.

Esta afirmación está muy lejos de describir el grandioso esfuerzo que han realizado docentes de la educación pública y privada con gran creatividad, sobrecarga laboral y asumiendo los sobrecostos en conectividad, materiales y seguimiento. Todo por mantener a sus alumnos y alumnas dentro del sistema educativo, asumiendo el rol de profesores, artistas, guías socioemocionales y hasta solidarios proveedores de alimentos para la subsistencia de sus estudiantes y sus familias.

El derecho a la educación en ámbitos de educación remota -igual que cualquier otra modalidad- se puede cumplir si se garantizan los 4 ejes que lo constituyen: disponibilidad -cupos, plataformas y contenidos-; acceso y permanencia -dispositivos y adecuada conectividad, seguimiento y acompañamiento-; aceptabilidad -contenidos curricularizados, amigables e interactivos-; y docentes que, además de su saber disciplinar y profesional, cuenten con las llamadas competencias TIC -Unesco y Lineamientos del MEN-. Y, finalmente, adaptabilidad o pertinencia, es decir, que responda a las demandas de la sociedad, de la cultura y de la persona humana en su rica diversidad.

El argumento de que la educación presencial garantiza per se el “derecho integral a la educación” solo funciona si se omite que a la educación presencial en Colombia aún le falta mucho para contar con las 4 patas de la mesa, sobre todo en aceptabilidad y adaptabilidad -calidad y pertinencia-, origen de una de las más importantes causas de la inequidad.

Estudios como el de Wang y otros sobre cómo se abordó el problema en China y las recomendaciones de la Unesco plantean una solución omnicomprensiva. Según esto, el Gobierno “además de propiciar los recursos necesarios, convocó a padres de familias, a las ONG, y otros actores para tomar conciencia de los efectos negativos del confinamiento en la salud física y metal de la niñez y la juventud, y ayudaron reducir su impacto mediante una plataforma para reunir la mejor educación en línea, videos promocionales sobre estilos de vida saludable y programas de apoyo psicosocial en el hogar, aumentando la actividad física, teniendo una dieta balanceada, patrón de sueño regular y una buena higiene personal”.

Pero lo más preocupante, sin duda, es que entre el grupo de notables que hacen los mencionados planteamientos hay muchos que se autodenominan progresistas, o se pueden considerar como tales. Progresistas, según refiere Thomas Piketty, son aquellos que en la historia mundial desempeñaron un papel trascendental en materia de conquistas de muchos de los derechos que hoy disfrutamos, pero que han debilitado su rol en la lucha por disminuir las desigualdades.

Algunos de estos notables progresistas en Colombia sólo señalan la responsabilidad del magisterio coincidiendo con aquellos, no tan progresistas, que adelantan hace tiempo una campaña de desprestigio para restar legitimidad a maestros y maestras del sector oficial. Y además, no exigen al Estado y a la sociedad (con la misma vehemencia con que lo hacen a los docentes) para actuar decididamente y garantizar las condiciones para el pleno ejercicio del derecho a la educación en ámbitos presenciales y a distancia.

Si bien la vacunación y las estrategias de cuidado despiertan esperanzas, no debemos olvidar que la gran lección que nos ha dejado la pandemia es que servicios fundamentales de la sociedad, como la salud y la educación, deben sacarse de los circuitos del lucro y del interés particular. Muchos abrigamos con optimismo la esperanza de que esta dura experiencia posibilitaría que la solidaridad y el bien común ganen un espacio en la aldea planetaria, pero por lo visto esto aún está muy lejano.

Es evidente que si no hay un viraje hacia asumir compromisos como sociedad por parte de todos los actores para enfrentar las grandes transformaciones necesarias de nuestro sistema socioeconómico, no habrá servido de nada tanta muerte, tanto dolor, tanto sacrificio, y la sociedad y el sistema educativo se habrán quedado sin aprender la lección sobre cómo prepararse para la próxima pandemia.

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